“Una de las cosas más importantes que he aprendido es que la principal tarea de una persona de apoyo consiste en ser una especie de esponja emocional. La mayor parte de la gente piensa que tu labor consiste en aconsejar, ayudar a los seres queridos a resolver problemas, ser útil, prestar ayuda, hacer la cena, llevarles en coche, etcétera. Pero lo cierto es que todas esas tareas son completamente secundarias con respecto a la función primordial de ser una esponja emocional. Quien atraviesa una enfermedad posiblemente letal experimenta muchas emociones muy intensas y, en ocasiones, se siente completamente abrumado por el miedo, el terror, la ira, la histeria y el dolor. Y tu tarea precisamente consiste en sostenerle y absorber todas las emociones que puedas. Y para ello no es necesario hablar ni decir nada (ya que nada de lo que puedas decir constituye una ayuda), no tienes que dar ningún consejo (que tampoco serviría de gran cosa) ni hacer nada especial. Sólo tienes que permanecer ahí y respirar su dolor, su miedo o su sufrimiento, es decir, comportarte como una esponja.
Al comienzo de la enfermedad de Treya pensé que mi función debía ser la de hacerme cargo, decirle lo que había de decir, ayudarle a elegir el tratamiento, etcétera. Y aunque todo eso sea muy útil, la función de una persona de apoyo es otra. Cuando Treya recibía una mala noticia, como una nueva metástasis, por ejemplo, y se ponía a llorar, yo empezaba inmediatamente con cosas tales como “todavía no es seguro, necesitamos más análisis, no tenemos evidencia alguna de que haya que cambiar de tratamiento”, etcétera. Pero eso no era lo que Treya necesitaba, lo único que necesitaba era que yo llorara con ella. Y eso fue lo que comencé a hacer, sentir sus sentimientos y, de ese modo, ir enjuagándolos y ayudar a disolverlos. Y creo que esto ocurre a nivel corporal, sin necesidad de hablar, aunque también puedas hacerlo si quieres.
Cuando un ser querido se enfrenta con malas noticias, la primera respuesta que suele surgir es la de tratar que se sienta mejor. Pero, en mi opinión, esa es una respuesta equivocada. Estoy empezando a darme cuenta de que el primer paso consiste en conectar con la persona, estar sencillamente junto a ella –sin asustarnos de su miedo, de su dolor o de su ira-, dejar que aflore lo que aflore y, sobre todo, no intentar librarnos de los sentimientos dolorosos tratando de ayudar a la persona, intentando que “se sienta mejor” o que “exprese” sus preocupaciones. En mi caso, este tipo de “ayuda” sólo aparecía cuando quería desembarazarme de los sentimientos de Treya o de mis propios sentimientos, cuando quería eludirlos y no relacionarme con ellos de manera sencilla, directa y sin complicaciones; cuando quería, en fin, que desaparecieran. No quería ser una esponja, quería ser un HACEDOR y lograr que la situación mejorase. Tampoco quería reconocer mi impotencia frente a lo desconocido cuando, en realidad, estaba tan asustado como Treya.
Pero cuando te limitas a ser como una esponja tiendes a sentirte impotente e inútil porque no estás haciendo nada, sólo estás ahí, sin hacer nada especial (o, por lo menos, eso es lo que parece). Y eso es lo que nos resulta más difícil de aprender: eso fue precisamente lo que me ocurrió a mi. Tardé casi un año en dejar de intentar arreglar o mejorar las cosas y en aprender a limitarme a estar con Treya cuando ella sufría. Pienso que es por eso que “a nadie le interesan los crónicos”; porque no puedes hacer nada respecto a ellos, sólo puedes permanecer ahí. Y creo que es también por eso que, cuando la gente considera que tendría que hacer algo para ayudarte y descubre que lo que hace no sirve de nada se siente perdida. ¿Qué puedo hacer? Nada, solamente estar ahí….
Cuando la gente me pregunta qué es lo que hago y no tengo muchas ganas de hablar, suelo responder: “Soy una esposa japonesa”, cosa que les deja completamente confundidos. El hecho es que las personas de apoyo deben ser silenciosas y limitarse a hacer lo que desea su amado enfermo: ser una “esposa sumisa”.
Esa actitud resulta muy difícil de asumir para los hombres; por eso me ocurrió también a mí. Tardé aproximadamente un par de años en dejar de abrigar resentimiento por el hecho de que, en cualquier discusión que tuviéramos o ante cualquier decisión que tomáramos, Treya tenía siempre un as escondido en la manga: “Pero yo tengo cáncer”. En otras palabras, Treya siempre se salía con la suya y yo me limitaba a seguirle la corriente como una buena esposa.
Hoy en día esta situación ya no me resulta tan dura porque ya no tengo que estar de acuerdo con todas sus decisiones, especialmente cuando considero que son equivocadas. Anteriormente, tendía a acompañarla porque parecía necesitar casi desesperadamente que apoyara sus decisiones, aunque eso significara mentir sobre mi verdadera opinión. En la actualidad, cuando Treya debe tomar una decisión importante con respecto, por ejemplo, a intentar un nuevo tratamiento, le doy mi opinión lo más claro que puedo, aunque esté en desacuerdo con ella, hasta el momento en que decide seguir un determinado camino. A partir de entonces, dejo de darle mi opinión y trato de acompañarla y de respaldarla como mejor sé. Mi función ya no consiste entonces en seguir haciéndole preguntas molestas ni en sembrar dudas sobre su decisión. Ya tiene suficientes problemas como para encima tener que estar dudando constantemente de su propio curso de acción…
Por lo demás, en lo tocante a los quehaceres cotidianos ya no me importa ser una mujercita hacendosa: cocino, limpio, lavo los platos, hago la colada y voy al supermercado. Treya se dedica a escribir cartas preciosas, administrarse enemas de café y tomar puñados de pastillas, así que alguien tiene que ocuparse de todo este rollo, ¿verdad?…
Los existencialistas tienen razón al afirmar que uno tiene que asumir y afirmar sus propias decisiones, es decir, que tienes que ser coherente con las decisiones que han ido moldeando tu propio destino. Como suelen decir: “somos nuestras decisiones”. La negativa a asumir nuestras propias decisiones se llama “mala fe” y sólo conduce a la “falta de autenticidad”.
Yo comprendí todo esto en el momento en que me di cuenta de que en cualquier momento podría haberme largado. Nadie me mantenía encadenado a la habitación del hospital, nadie amenazaba mi vida si me marchaba, nadie, en fin, me tenía atado. En algún momento, en el fondo de mi ser, había tomado la decisión fundamental de permanecer junto a esa mujer a las duras y a las maduras, en lo bueno y en lo malo, y acompañarla en este proceso, pasara lo que pasara. Pero, por algún motivo, durante el segundo año de esta dura prueba, olvidé esa decisión, aunque seguí asumiéndola ya que, de no ser así, simplemente me habría marchado. Y ese olvido es precisamente la mala fe, la inautenticidad, una forma de no ser real. Con el tiempo llegué a darme cuenta de que la mala fe me había hecho olvidar mi decisión y caer en el reproche y la autocompasión…
No siempre resulta fácil asumir las propias decisiones pero eso, en cualquier caso, tampoco mejora automáticamente la situación. Hay que tener en cuenta, por ejemplo, que cuando te ofreces voluntario para ir al combate y luego recibes un tiro, elegiste ir al combate pero no elegiste que te hirieran. Yo me siento un poco herido y eso no me alegra pero me ofrecí libremente voluntario para esta misión –fue mi decisión- y volvería a hacerlo aún a sabiendas de todo lo que conlleva.
Así que cada día reasumo mi decisión original, cada día vuelvo a tomarla nuevamente. De este modo, los reproches, la autocompasión y el sentimiento de culpa dejan de acumularse. Se que es una verdad sencilla, pero aun la más sencilla de las verdades resulta muy difícil de aplicar en la vida cotidiana.
Poco a poco he vuelto a escribir y también he retomado la meditación con el único objeto de aprender a morir (a morir a la sensación de identidad separada, al ego), y el hecho de que Treya esté enfrentando una enfermedad potencialmente mortal constituye un acicate extraordinario para la meditación. Dicen los sabios que si mantienes esa conciencia sin elección, esa mera presencia de testigo, instante tras instante, la muerte es sólo otro instante más, como cualquier otro y te relacionas con ella de una manera sencilla y directa. En tal caso, no te encoges ante ella ni te aferras a la vida, puesto que ambas son, en lo esencial, experiencias pasajeras.
También me ha ayudado mucho la noción budista de “vacuidad”. Pero la vacuidad (sunyata) no significa carencia o vacío sino que significa lo que no tiene obstrucciones, lo que carece de obstáculos, lo espontáneo, un sinónimo, a fin de cuentas, de la impermanencia o fugacidad (annica). Desde el punto de vista budista, la realidad es vacío, es decir, no existe nada permanente o verdadero a lo que te puedas aferrar en busca de seguridad o apoyo. Como dice el Sutra del Diamante: “La vida es como una burbuja, un sueño, un reflejo, un espejismo”. No se trata, pues, de intentar apresar el espejismo sino, por el contrario, de “soltarlo” ya que no hay nada a lo que aferrarse. Y, también en este sentido, el cáncer de Treya constituye un recordatorio constante de que la muerte es “la gran soltada”. Pero no es preciso esperar hasta el momento de la muerte física real para abandonar nuestro apego y nuestra identificación con este momento, y con éste, y con éste…
Y finalmente, para volver al tema que nos ocupa, los místicos sostienen que, cuando uno vive en la conciencia sin elección, sus acciones en el mundo están desprovistas de ego y de egocentrismo. Para morir (o trascender) a la sensación de identidad separada debes morir a las acciones egoístas y egocéntricas, debes llevar a cabo, en otras palabras, lo que los místicos denominan servicio desinteresado, debes sevir a los demás sin pensar en ti mismo ni esperar recompensas; simplemente amar y servir o, como dice la Madre Teresa: “Ama hasta que te duela”.
En otras palabras, te conviertes en un buen esposo: aquí estoy, preparando la cena y lavando los platos… No me interpretes mal porque no trato de compararme con la Madre Teresa, pero cada vez creo más firmemente que el servicio desinteresado constituye la principal actividad de una persona de apoyo, una actividad que forma parte integral de mi propio crecimiento espiritual, una especie de meditación en acción, una forma de compasión. No obstante, aún estoy muy lejos de alcanzar la maestría en este arte: sigo despotricando, sigo lamentándome, sigo enfadándome, sigo quejándome de las circunstancias, y Treya y yo seguimos hablando, medio en broma –y medio en serio- de tomarnos de la mano, tirarnos desde un puente y poner finalmente término a esta pesada broma.
Pero pensándolo bien, prefiero escribir.
Abrazos.”